Quinta entrega
En mi casa entraba poco dinero, y cuando lo había desaparecía rápidamente, porque, a pesar de su pobreza, mis padres siempre quisieron vivir como aristócratas. De hecho, mi madre siempre firmó como “Jenny Marx, nacida baronesa von Westphalen”, y mi padre estaba orgulloso del origen aristocrático de ella, lo contaba a sus conocidos a la más mínima oportunidad e incluso encargó hacer unas tarjetas en que aparecía su nombre con el título de baronesa. Es triste decir esto, pero mi padre, que dedicó su vida a la causa del proletariado, siempre quiso vivir como un rico burgués o como un noble, y esa fue una de las causas por las que, dejando a un lado los artículos y los libros, que prácticamente no le reportaron ningún dinero, no tuvo nunca un empleo. Vivió —y toda la familia ha vivido siempre— de lo que le daban los familiares, amigos, conocidos y miembros del partido, de las herencias y, sobre todo, del bueno del General, Friedrich Engels. Él y mi padre formaron una buena pareja, tantos años juntos, tan parecidos y tan distintos a la vez.
Friedrich Engels nació el 28 de noviembre de 1820 en Barmen, Renania, del estado de Prusia. Su familia pertenecía a la burguesía —tenía fábricas textiles en Inglaterra— y era religiosa y conservadora, pero de su época en la Universidad de Berlín, en los años 1841 y 1842, data su interés por las tendencias más radicales y por los hegelianos de izquierda. No terminó sus estudios y su padre le envió a Manchester, a ayudar en la dirección de las fábricas. Comenzó a colaborar con el Moro cuando éste dirigió los Anales Franco-Alemanes, aunque se conocieron algo antes, en noviembre de 1842, el día en que Engels se presentó en la redacción de la Gaceta Renana. Pero fue el año siguiente, cuando mis padres residían en París, cuando comenzó a ser su amigo inseparable. De aquella época data su amistad, y desde entonces no dejaron de hacer cosas juntos. El General desde el principio reconoció la primacía de mi padre, pero lo cierto es que sin él la familia habría perecido. Así que, además de los aportes intelectuales y organizativos que ha hecho, debemos estarle agradecidos en lo puramente material.
El aspecto externo de Engels era distinto al de Karl Marx. Engels
era alto y delgado, sus movimientos rápidos y ágiles, sus palabras
breves y decididas, su porte muy erguido, cosa que le confería un
aire de militar. Era de naturaleza muy viva, su chiste certero;
cualquiera que entablaba contacto con él por fuerza sacaba de
inmediato la conclusión de que se trataba de una persona muy
ingeniosa.
Cuando de vez cuando algunos militantes acudían a mí para quejarse
de que Engels no era tan amable y accesible como habían esperado,
ello se debía a que Engels se mostraba reservado frente a los
extraños. Dicha reserva se incrementó aún más con los años. Era
necesario conocer muy bien a Engels para poderlo juzgar
correctamente, como por otra parte también él tenía que conocer muy
bien a alguien antes de mostrarse confiado. Y era preciso aprender a
conocerlo y comprenderlo muy bien, antes de poderlo querer
realmente. No había en él simulación alguna. Enseguida se daba
cuenta de si alguien le importunaba con historias, o si se le
exponía sin grandes rodeos la pura verdad. Engels era un buen
conocedor de las personas, pero a pesar de ello también cometió
algunos errores.
Era bastante desprendido y a muchos les prestó ayuda en momentos de
necesidad y enfermedad, sin preguntar demasiado.
Friedrich Lessner
Ya en su misma apariencia externa eran distintos. Engels, el rubio
germano, de elevada estatura, de modales ingleses. Como dijo de él
un observador: siempre impecablemente vestido, muy riguroso en la
disciplina, no sólo cuartelera, sino también de la oficina. En
efecto, su intención había sido organizar un sector administrativo
mil veces más sencillo, con sólo seis dependientes de comercio, y no
con sesenta subsecretarios, que ni tan siquiera sabían escribir de
forma legible y que emborronaban los libros de modo que ningún
diablo podía entenderlos. Pero, junto a su respetabilidad de miembro
de la Bolsa de Manchester, sus negocios y las diversiones de la
burguesía inglesa, sus cacerías de zorros y sus banquetes de
Navidad, existía el obrero y luchador intelectual que en su lejana
casita en los confines de la ciudad ocultaba su tesoro, hija del
pueblo irlandés, en cuyos brazos se recreaba cuando quedaba
demasiado harto de la chusma.
Marx, por el contrario, era robusto, bajo, con los ojos brillantes y la leonina melena de ébano que no pueden negar su origen semítico. Atormentado padre de familia que vivía alejado del tráfago social de la metrópoli. Entregado a un agotador trabajo intelectual, que apenas le permitía ingerir una breve colación, y que hasta altas horas de la noche consumía también sus fuerzas físicas; incansable pensador, para quien pensar constituía el máximo placer; auténtico heredero de Kant, de Fichte, especialmente de Hegel.
Franz Mehring
Friedrich Engels, muy joven
Durante los diez años siguientes, Engels acudía diariamente a casa
de mi padre. A menudo salían a pasear juntos, y con la misma
frecuencia permanecían en casa, recorriendo el gabinete de trabajo
de mi padre; cada uno en su lado del cuarto, y cada uno iba cavando
sus propios agujeros en la esquina, donde se volvían con un extraño
giro sobre sus talones. En aquel cuarto discutieron sobre más cosas
que la filosofía de la mayoría de las personas pudiera imaginar. Y
muy a menudo también se limitaban a pasear silenciosamente el uno
junto al otro. O bien cada uno hablaba de aquello que en aquel
momento más le preocupaba, hasta que de pronto se quedaban parados
el uno frente al otro, estallando en fuertes carcajadas, para
confesarse que en la última media hora cada uno había estado
elucubrando planes completamente opuestos.
Al lado de su frescor juvenil y su bondad, no hay en él nada tan destacable como su polifacetismo. Nada le es extraño. Ciencias naturales, química, botánica, física, filología (“chapurrea en veinte idiomas” escribió de él Le Fígaro en los años sesenta), economía política y táctica militar. De tal forma que los artículos que Engels publicaba durante la guerra franco-alemana causaron verdadera sensación, puesto que predijo exactamente la batalla de Sedan y la aniquilación del ejército francés. A propósito: con este motivo mencionaré que su apodo de “General” procede precisamente de dichos artículos. Mi hermana afirmaba que él era el general Staff. Ese nombre causó impacto, y desde entonces Engels es para nosotros «el general». Hoy en día, sin embargo, dicho apodo tiene un significado más amplio: Engels es en realidad el general de nuestro ejército obrero.
Eleanor Marx
La atmósfera que se respiraba en casa de Marx era completamente
distinta a la de Engels. Ello se debía ante todo al hecho de que
Marx y Engels eran enormemente distintos en algunos aspectos. Es
evidente que como teóricos y políticos eran un solo corazón y alma.
Quizás no exista ningún otro ejemplo en la historia mundial en que
dos pensadores tan profundos e independientes, dos luchadores tan
apasionados, se mantuvieran tan unidos desde el principio de su
adolescencia hasta la muerte. No sólo unidos en el pensamiento, sino
también en el sentimiento, en el altruismo y la caridad, en la
obstinada oposición a todo yugo, en la inflexibilidad y el
apasionado odio contra toda vileza, y al mismo tiempo en la alegría
y la risa.
Y, sin embargo, ¡qué diferencias a pesar de tantas similitudes! Que Marx y Engels se diferenciaran externamente no tiene por qué significar nada: Engels era alto y delgado; Marx, si no bajo, sí menos alto y rechoncho. Sin embargo, ya esas diferencias externas estaban relacionadas con diferencias en las costumbres de vida. Hasta el final de su vida, Engels concedía gran importancia a los ejercicios físicos y al movimiento al aire libre. ¡Cuántas veces me exhortó que no dejara de hacerlo, y cuántas veces se quejaba de Marx, que era difícil de convencer para que abandonara su gabinete de trabajo! A pesar de que Engels sólo tenía dos años menos que Marx, éste parecía mucho más viejo que aquél.
Engels era un hombre de mundo. Si no lo fue en Alemania, lo llegó a ser en Manchester, donde su profesión le había convertido en un asiduo asistente a la Bolsa. En aquella ciudad poseía incluso un caballo y solía participar en las cacerías de zorros. Siempre iba impecablemente vestido, tal como se exige de un gentleman inglés, y también mantenía un orden estricto en su gabinete de trabajo, como corresponde a un correcto comerciante.
Marx, por el contrario, tenía el aspecto de un patriarca que, aunque digno, mostraba indiferencia por su aspecto externo. No daba importancia al corte de sus trajes, y en su escritorio y en distintas sillas de su gabinete estaban amontonados en el más variado desorden libros y escritos (…)
Engels era probablemente el más fantasioso y universal en sus intereses intelectuales, aunque también la universalidad de Marx alcanzaba una fabulosa amplitud. Marx era más crítico y sensato, aunque trabajaba de forma más lenta y laboriosa, mientras Engels lo hacía con mayor ligereza. El propio Engels me confesó que su peor falta había sido su precipitación, de la que Marx logró deshabituarlo. Éste no soltaba una idea hasta que no la había analizado y seguido detenidamente en todas direcciones, con sus raíces y ramificaciones (…) Aparte de la diferencia en su forma de investigar, también había otra en su praxis política, y fundamentalmente consiste en que Marx, según he podido saber de él, dominaba mejor el arte de tratar a las personas. Y este arte es importantísimo para el éxito de un político de la praxis.
Parece ser que ninguno de los dos llegó a ser un gran
conocedor de las personas. Ello lo demuestra el hecho de que Engels
estuvo mucho tiempo sin llegar a darse cuenta de la calaña de Edward
Aveling, sujeto malicioso que llegó a ser esposo de Tussy y
finalmente supuso su ruina, y que durante casi un decenio lo
prefirió a todos los demás socialistas ingleses, en gran detrimento
de la causa marxista en Inglaterra.
Karl Kautsky
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Durante la época del Soho, la alimentación de la familia era malísima y no había dinero para comprar medicinas. Mi madre envejeció prematuramente; entre otras cosas, padeció una viruela que le deformó su bonito rostro. Mi padre sufría del hígado y de la vesícula, a los que no sentaba demasiado bien su predilección por las comidas picantes, con muchas especias, pescados ahumados, caviar y pepinillos en vinagre. Tampoco era de ayuda su afición por el alcohol. Le daban ataques que solían presentarse en primavera, y que con el pasar de los años fueron haciéndose más intensos. Iban acompañados de dolores de cabeza, inflamación de ojos y fuertes neuralgias. Dicen que los enfermos de hígado tienen una hiperactividad espiritual. Son pacientes irritables, coléricos, descontentos, de ánimo fluctuante, con tendencia a criticarlo todo. La enfermedad hizo que se agravaran algunos de los rasgos de carácter de mi padre: discusiones agrias, sátira mordaz, expresiones crueles y groseras; era muy duro en sus juicios sobre sus adversarios e incluso sobre sus amigos.
En una ocasión sufrió una parálisis, y en 1877 tuvo
una sobreexcitación nerviosa. Como consecuencia de todos sus
problemas de salud, tenía insomnio crónico, que combatía con fuertes
narcóticos. También era un fumador empedernido, normalmente de
cigarros de mala calidad.
Marx fue un apasionado fumador. Como hacía con todas las cosas, también fumaba con desenfreno. Dado que el tabaco inglés le resultaba demasiado fuerte, siempre que podía se compraba cigarros, que masticaba a medias con el fin de aumentar el placer, o quizás para obtener un doble placer. Ahora bien, puesto que en Inglaterra los cigarros resultan muy caros, iba constantemente en busca de marcas baratas. Es fácil de imaginar qué tabaco llegaba a fumar (…) Debido a esos espantosos cigarros arruinó por completo su gusto y el olfato para el tabaco.
Wilhelm Liebknecht
Por otra parte, mi padre trabajaba demasiado; se pasaba el día y la
noche leyendo, estudiando y escribiendo, y eso acabó por minar su
salud.
Todas las personas verdaderamente importantes que he conocido fueron
muy laboriosas y trabajaban duro. En el caso de Marx ambas
características se daban en grado sumo. Era colosal su entrega al
trabajo, y como de día a menudo estaba ocupado —sobre todo en los
primeros tiempos del exilio—, buscaba refugio en la noche.
Cuando a altas horas de la noche regresábamos de alguna reunión o sesión, se sentaba regularmente a su mesa y trabajaba durante algunas horas. Y estas pocas horas se iban ampliando cada vez más, hasta que por último trabajaba durante toda la noche, para después descansar por la mañana. Su esposa le hacía las más diversas advertencias acerca de esa costumbre suya, pero Marx decía que su naturaleza así lo exigía. Yo mismo me había acostumbrado en mi época de bachiller a realizar los trabajos difíciles a últimas horas de la tarde o por la noche, cuando me sentía intelectualmente más activo. Por ello vi la situación con ojos diferentes que la señora Marx. Sin embargo, ella tenía razón: a pesar de su robusta constitución, ya a finales de los años cincuenta Marx comenzó a quejarse de toda clase de molestias funcionales. Fue preciso consultar a un médico, y la consecuencia fue una prohibición del trabajo nocturno y la recomendación de hacer mucho ejercicio, es decir, paseos a pie y a caballo. En aquella época Marx y yo paseábamos mucho por los alrededores de Londres, sobre todo por las colinas del Norte. Se repuso muy pronto, pues de hecho tenía un cuerpo admirablemente apropiado para los grandes esfuerzos. Pero tan pronto se sentía mejor volvía a caer paulatinamente en la costumbre de trabajar por las noches, hasta que de nuevo se producía una crisis que le obligaba a un tren de vida más razonable, aunque sólo el tiempo justo en que la naturaleza imponía su dictado. Las crisis eran cada vez más intensas. Contrajo una afección hepática y tumores malignos. De esta forma, poco a poco se fue minando su férrea constitución. Estoy convencido —y este es también el juicio de los médicos que le trataron en sus últimos tiempos— de que si Marx se hubiera decidido a llevar una vida más natural, más adecuada a las necesidades de su cuerpo, una vida de acuerdo con los principios de la higiene, todavía viviría actualmente. Sólo en los últimos años —cuando ya era demasiado tarde— renunció a trabajar por la noche.
Wilhelm Liebknecht
El Moro padecía también continuamente problemas de la piel que eran
sumamente molestos y que en ocasiones llegaron a ser graves. Creo
que eran forúnculos, y seguramente tenían mucho que ver con sus
problemas hepáticos, con su carácter y con las penurias sufridas, ya
que se agravaban cuando la situación vital empeoraba.
Karl Marx con su hija Jennychen
La opinión de un psiquiatra: doctor Sigmund Gabe
Es cierto, por supuesto, y está bien establecido, que diversas
enfermedades y agentes físicos irritantes y situaciones predisponen
a las infecciones de la piel, como por ejemplo la diabetes, la
exposición a aceites, arsénico, etc. en el trabajo, una mala higiene
y agentes mecánicos irritantes crónicos, como ciertas prendas de
ropa. Pero está igualmente bien establecido que la piel responde en
gran medida a la excitación psíquica y a los problemas emocionales
(…)
Podemos estar muy cerca de la verdad si afirmamos que las dolencias
físicas de Marx eran tan numerosas y complejas que podían haber
agobiado incluso al santo Job. Y es precisamente la enfermedad de
Job lo que Marx pudo sufrir. Recordemos la descripción de la
aflicción de Job tal como nos cuenta la Biblia: “Satan golpeó a Job
con forúnculos que le cubrían desde la planta del pie hasta la
cabeza”. En 1944, un psiquiatra británico, J. L. Halliday (Practitioner,
1944, 6:152), describió una dermatitis propia de los varones de
mediana edad que designó con el nombre de “dermatitis de Job”.
Detectó un factor emocional común en una serie de varones de mediana
edad que de repente había contraído una dermatitis muy extensa que
era resistente al tratamiento. Estos pacientes se enorgullecían de
ser hombres honestos y virtuosos. La aparición de las erupciones
cutáneas era subsiguiente a un revés en su suerte o a algún desastre
serio. Ellos pensaban que su mala suerte era inmerecida y trabajaban
bajo una sensación de injusticia. Esto se parecía tanto a la
historia de Job que Halliday ideó el trastorno de la “enfermedad de
Job”.
(Continuará)
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