Cuarta entrega

 

 


A las hijas siempre se nos escondió que teníamos un medio hermano, fruto de una relación ilegítima entre el Moro y Lenchen. La pobre Jenny murió sin saberlo. Imagino que Laura fue atando cabos poco a poco y al final se enteró de todo. En cuanto a mí, fue un duro golpe. Mi padre era casi un dios para mí. Era la persona a la que yo adoraba, incluso después de muerto. Cumplí su voluntad mientras estuvo vivo: rompí mi relación con mon chéri monsieur Lissagaray y nunca le hablé sobre los inicios de mi relación con Edward. Pero supongo que alguna vez tenía que llegar el fatídico momento de saber la verdad. Y llegó en 1895, con motivo de la enfermedad del General y sus últimos días de vida. Ya en su lecho de muerte, delante de Samuel Moore, Ludwig Freyberger y su mujer, Louise, sintiéndose morir, y para evitar que le acusaran, después de muerto, de no haber tratado bien a Freddy y de no haber accedido a poner su nombre en su inscripción de nacimiento, confesó la verdad, añadiendo que sólo debería revelarse si su buena reputación estuviera en peligro. Moore acudió inmediatamente a decírmelo. En ese momento yo vivía en Orpington, y hasta allí viajó para comunicarme la noticia. Por supuesto, no le creí. ¿Cómo iba a ser posible lo que me contaba? Tuve que ir a visitar al General para que él mismo me lo dijera. El pobre ni siquiera podía hablar y tuvo que escribirlo en una pequeña pizarra: el Moro era el padre de Freddy. Yo también até cabos en cuestión de segundos y todo parecía encajar. El mundo se me vino encima. La intocable figura de mi padre caía hecha añicos. La verdad era demasiado dura para soportarla, así que pasé varios días como si me encontrara en una nube, supongo que a modo de lógica reacción ante el golpe.


De: Louise Freyberger
A: August Bebel
4 de septiembre de 1898
Que Freddy Demuth es hijo de Marx lo sé por el mismo General. El General se mostró muy sorprendido de que Tussy se aferrara con tanta tenacidad a su creencia, y ya entonces me concedió el derecho de que en caso de necesidad contestara a las habladurías sobre que él no trató bien a su hijo. Recordarás que ya te comuniqué esto mucho antes de la muerte del General.
Que Frederick Demuth es hijo de Karl Marx y Helene Demuth lo confirmó pocos días antes de su muerte el General a míster Moore, quien después fue a ver a Tussy en Orpington para comunicárselo. Tussy afirmó que el General mentía, y que hasta entonces él mismo siempre había dicho que él era el padre. Moore regresó de Orpington, volvió a preguntar insistentemente al General, pero el anciano mantuvo su afirmación de que Freddy era hijo de Marx, y comentó a Moore: “Tussy quiere convertir a su padre en un ídolo”.
El domingo, es decir, la víspera de su muerte, el General se lo comunicó personalmente a Tussy escribiéndolo en la pizarrita, y Tussy salió tan afectada que olvidó todo su odio contra mí y se arrojó en mis brazos para llorar amargamente.
El General nos autorizó (a míster Moore, a Ludwig y a mí) a hacer uso de dicha confesión sólo en caso de que se le acusara de mezquindad para con Freddy; dijo que no quería ver mancillado su nombre, y menos aún cuando ya no serviría de nada a nadie.
Su intervención en favor de Marx había preservado a este último de un grave conflicto doméstico. Aparte de nosotros, míster Moore y las hijas de Marx —creo que Laura se imaginaba la historia, aunque no la supiera directamente—, y también Lessner y Pfander sabían de la existencia del hijo de Marx. Después de la publicación de las cartas de Freddy, Lessner todavía me dijo: “Freddy debe ser probablemente hermano de Tussy, siempre lo hemos sabido, pero nunca pudimos enterarnos dónde se había criado el chico”.
En la apariencia física, Freddy se parece a Marx, y realmente había que estar muy ciego para querer sospechar en ese rostro claramente judío, con su espeso cabello negro azabache, cualquier parecido con el General. He visto la carta que Marx escribió por aquel entonces al General a Manchester, pues entonces éste todavía no vivía en Londres, pero creo que el General debe haberla hecho desaparecer, al igual que tantas otras.
Eso es todo cuanto sé acerca de la historia; Freddy no se enteró jamás —ni por su madre ni por el General— de quién era su padre. Yo ya conocí a Freddy durante mi primera estancia en Londres; la vieja Nimm me lo presentó. Freddy iba a visitarla regularmente cada semana, pero sorprendentemente no entraba nunca por la puerta de las visitas, sino por la cocina. Sólo cuando yo comencé a visitar al General y él prosiguió con sus visitas, logré que se le concedieran todos los derechos de una visita.
Acabo de leer una vez más tus líneas en relación con esta cuestión. Marx siempre tenía en mente la posibilidad de divorciarse de su esposa, que era terriblemente celosa. Pero Marx no amaba al chico y el escándalo habría sido demasiado grande. No se atrevía a hacer algo por el muchacho, que se crio en casa de unos señores llamados Lewis y utilizó el apellido de su familia adoptiva, y no lo hizo con el apellido Demuth hasta después de la muerte de Nimm. Tussy sabía muy bien que la señora Marx había abandonado una vez a su marido y se había ido a Alemania, y que durante mucho tiempo Marx y su esposa no durmieron juntos, pero eran cosas cuya verdadera razón no le gustaba indicar. Idolatraba a su padre e ideaba las mayores leyendas.
 


Al pobre Freddy le separaron muy pronto de su madre y vivió con los Lewis, aunque, por lo que me han contado, seguramente comió mejor en esa casa que si hubiera estado en la de mis padres y mis hermanas —yo no había nacido aún—, donde entonces reinaba la pobreza. Tuve la suerte de que, poco después de nacer, mi madre recibió la herencia de su madre y de su tío, con lo que pudieron dejar el Soho y mudarse a Grafton Terrace; luego vino el generoso donativo del tío Leon; después la herencia de la madre del Moro y del bueno de Lupus ; y por fin la pensión anual que nos pasó el General desde que se hizo socio de la empresa de su padre y ya podía permitirse hacer ese desembolso por el bien de la causa. Mi padre era un genio; de eso no hay duda, pero nunca supo ganarse la vida ni mantener a la familia, y el poco dinero que entraba durante los años malos se les iba en los gastos más absurdos, en lugar de invertirlo bien. Estoy segura de que, si no hubiera sido por los continuos golpes de suerte en forma de herencias y donativos, y por todo lo que el General ayudó a la familia a lo largo de tantos años, todos habríamos muerto de hambre. ¡Pobre Moro! Escribió sobre los entresijos del capital, pero nunca fue capaz de ganar dinero, y menos de ahorrarlo o invertirlo cuando le llegaba caído del cielo.


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Karl Marx, muy joven

Mi padre nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, pequeña ciudad renana perteneciente al reino de Prusia. Sus padres, Heinrich y Henriette, eran de procedencia judía, pero aunque ésta seguía declarándose religiosa y procuraba respetar la tradición, Heinrich, que era abogado, había abjurado de sus orígenes y abrazado la religión evangélica para poder ejercer su oficio. Por encima de religiones y del respeto a las formas, se declaraba liberal y había leído a los ilustrados. El joven Moro creció en un ambiente liberal, no sólo por la influencia de su padre, sino por la de su paisano, el barón Ludwig von Westphalen, que le quería y le apreciaba como si fuera su hijo. En 1835 comenzó sus estudios en la Universidad de Bonn y al año siguiente se cambió a la de Berlín. Ya por entonces se había prometido en secreto con mi madre, que era cuatro años mayor que él. El fuerte carácter de mi padre debió impresionar profundamente a mi madre para rechazar pretendientes con buena presencia y posición social y dar su amor a mi padre, cuando ella tenía veintiún años, él sólo diecisiete y un futuro incierto.

Mi madre, originalmente Jenny von Westphalen, nació el 12 de febrero de 1814 en Saizwedel, si bien dos años después la familia se mudó a Tréveris, donde su padre y el de Karl entablaron una buena amistad, además de unirles su afinidad política. Mi madre era amiga de las hermanas mayores del Moro, mientras que éste era amigo del hermano menor de ella, Edgar. El barón von Westphalen tenía en más alta estima a mi padre que a sus propios hijos, por lo que, cuando se enteró de que Jenny y Karl se habían prometido en secreto, no se opuso, a pesar de las diferencias sociales y de origen.

Mi padre se doctoró en la Universidad de Jena y enseguida intentó encontrar trabajo como profesor, pero ya había dejado bien clara su tendencia radical y su amistad con Bruno Bauer, uno de los jóvenes hegelianos de izquierda más destacados, a quien expulsaron de su cátedra en 1842. Cuando fue evidente que no podría dedicarse a la docencia, tomó el otro camino posible, el de vivir de escribir, igualmente difícil por la férrea censura que existía en el militarista estado prusiano de aquella época. Mientras tanto, mi madre esperaba en Tréveris a que el joven doctor tuviera con qué ganarse la vida.

Antes de casarse, mi padre trabajó como redactor jefe en la Gaceta Renana, un periódico liberal donde parecía tener un prometedor futuro, pero las autoridades prusianas pronto le pusieron en su punto de mira. Duró apenas unos meses, desde octubre de 1842 hasta abril de 1843. El motivo: la censura no toleraba la tendencia radical de mi padre y del periódico, y en marzo ordenó el cierre debido a un artículo marcadamente anti-ruso que acababa de publicar. La pareja comenzó mal, pero en aquel momento mi padre gozaba de gran prestigio entre la burguesía progresista de la época y Arnold Ruge le propuso publicar los Anales Franco-Alemanes en París, con un sueldo excelente. Mis padres, ya casados, se trasladaron a París en octubre de 1843, donde nació mi hermana Jenny en 1844 y donde se codearon con la flor y nata de la intelectualidad de Francia, incluyendo el poeta alemán Heinrich Heine, que se había establecido en aquella ciudad. Fue también durante la época de París cuando comenzó la fraternal relación entre mi padre y Engels. Sin embargo, la colaboración entre Ruge y el Moro no podía durar mucho porque éste ya era prácticamente comunista, y en cambio Ruge era lo que podemos llamar un demócrata liberal. Dejó a cargo del Moro la edición del primer número, y al leerlo se sintió profundamente insatisfecho por la tendencia revolucionaria y porque casi todas las aportaciones habían sido alemanas. Además, el gobierno prusiano, de nuevo con mi padre en su punto de mira, consideró muy peligrosa la publicación, la prohibió y amenazó con detener a sus responsables si entraban en su territorio. Ruge se desentendió de la revista, pero mi padre tuvo suerte porque consiguió encontrar a un mecenas que le compró parte de la edición y que organizó una colecta para mantenerle en París. El Moro también escribía en aquella época para el periódico Adelante, y de nuevo sus ataques al gobierno prusiano le pasaron factura. En este caso, solicitaron que fuera expulsado de Francia, lo cual cumplió el gobierno. En enero de 1845 mis padres se trasladaron a Bruselas, ante la imposibilidad de volver a Alemania. Una vez allí, el Moro tuvo que prometer que no publicaría ningún artículo político. No ejerció ningún empleo y se dedicó a escribir artículos y libros con Engels, quien ya había colaborado en los Anales.
 


Jenny Marx, nacida von Westphalen

En Bruselas nacieron mis hermanos Laura y Edgar. Mis padres lograron mantenerse económicamente gracias al dinero de algunos amigos, a varias colectas y a lo que buenamente ya entonces les daba Engels. Pero no vivían modestamente, sino prácticamente como aristócratas, así que el dinero se les iba de las manos. La verdad es que nunca supieron administrarse, nunca entendieron el valor del dinero y, siempre que podían, vivían por todo lo alto.


Toda la familia Marx carecía de talento para gastar el dinero de forma moderada y práctica. Jenny contaba que su madre, poco después de casarse, recibió una pequeña herencia. El joven matrimonio hizo que le entregaran en efectivo todo el dinero que a ellos les tocaba, lo colocaron en una caja de dos asas que pusieron dentro de la berlina y que acarreaban entre los dos cada vez que se apeaban. Así, a lo largo de toda la luna de miel llevaban la caja a los hoteles en los que se hospedaban. Cuando recibían alguna visita de amigos y correligionarios necesitados, colocaban la caja abierta sobre la mesa de su cuarto, para que cada uno tomara lo que precisara. Como es fácil imaginar, muy pronto quedó vacía.

Franziska Kugelmann
 

En Bruselas, mi padre es miembro de la Liga de los Justos, después llamada Liga de los Comunistas. En febrero de 1848 estalla la revolución en París, se anula su orden de expulsión y allí regresa, decidido a tomar parte en los acontecimientos. Es el año del Manifiesto del Partido Comunista, que redacta con Engels. La revolución se extiende por Europa. Mi padre viaja a Colonia, donde publica la Nueva Gaceta Renana, de la que consigue editar sólo un número. Vuelve a París, pero ya Luis Bonaparte preside la república y no quiere saber nada de revolucionarios. En julio de 1849 se le ordena abandonar París. Antes de vivir en una región apartada, que es la alternativa que le ofrecían, prefiere exiliarse en Londres, donde vivirían prácticamente en la miseria. En todo momento, la familia vivió de las ayudas y de las herencias, ya que no entraba ningún dinero fijo. En cierta ocasión, mi padre intentó trabajar para las oficinas del ferrocarril, pero no le admitieron porque su caligrafía era ilegible.

Sólo entraba dinero en casa cuando conseguía que alguien le prestara algo, que era a fondo perdido, por supuesto. Mi familia debía dinero a todo el mundo, incluidos el panadero y el carnicero. Me han contado que el pobrecito Edgard, el favorito de mi padre, que murió con ocho años, había aprendido la lección, y siempre que abría la puerta decía “el señor Marx no está en casa”. Falleció en abril de 1855, poco después de nacer yo, en enero de ese mismo año. Además de él, otros dos hermanos míos murieron en medio de la pobreza del Soho: Guido y Franziska.

Ese mal ambiente por fuerza tuvo que agriar el carácter del Moro y quebrantar su salud. Los que le quisimos fuimos testigos de su noble carácter… hacia nosotros. Los que no estuvieron a su lado tienen una opinión completamente distinta. En realidad, según parece, el mal carácter de mi padre le venía de niño. Mis tías me contaron que de pequeño fue un espantoso tirano. Les obligaba a conducir el carruaje a pleno galope cuesta abajo por el monte de Tréveris. Y, cosa todavía peor, exigía que comieran los pastelitos que él mismo preparaba con sus sucias manos y con una masa todavía más sucia. Sin embargo, todo ello lo soportaban sin rechistar porque Karl les contaba unos cuentos maravillosos a modo de recompensa.


Marx tenía un enorme apego a su padre. Jamás se cansaba de hablar de él y siempre llevaba encima una fotografía suya, reproducida de un antiguo daguerrotipo. Sin embargo, se negaba a enseñar la fotografía a los extraños, pues decía que se parecía muy poco al original (…)
Para aquellos que conocían personalmente a Karl Marx, no existe leyenda más divertida que la que le muestra como un hombre malhumorado, amargado, inflexible e inaccesible, como una especie de dios del trueno que continuamente lanza sus rayos y que, sin mostrar jamás una sonrisa en sus labios, aparece solitario e inaccesible en su trono del Olimpo. Una tal descripción del hombre más alegre y campechano que jamás haya existido, del hombre de desbordante humor, cuya risa arrastraba irresistiblemente, del más amable, dulce y simpático de los compañeros, constituye una constante fuente de extrañeza y diversión para todos aquellos que le conocieron.
Tanto en la familia como en su trato con los amigos quedaba tan de manifiesto su carácter bonachón, que en cierta ocasión un refugiado de la Comuna, viejo e insoportable parlanchín que durante más de tres horas mortalmente aburridas había apartado a Karl de su trabajo, al que por fin se le insinuó que el tiempo apremiaba y que todavía quedaba mucho por hacer, se permitió decir altanero: «Pero mi querido Marx, ¡qué te importa eso!»
Y tal como procedió con ese hombre tan aburrido, actuaba Marx con todo aquel a quien consideraba honrado; y jamás perdía la paciencia, cualquiera que fuera el trabajo en el cual le interrumpieran. No fueron pocos quienes malgastaron su paciencia. Su arte de hacer hablar a los hombres y las mujeres, de hacerlas sentir que se interesaba por todo aquello que les movía, era verdaderamente maravilloso. ¡Cuántas veces personas de las más dispares posiciones y profesiones expresaron su extrañeza por el interés y la comprensión que les dispensaba! Cuando creía que una persona quería aprender realmente, su paciencia era ilimitada. Entonces no había pregunta que considerara demasiado trivial, ni demostración demasiado infantil.
Pero no era sino en su contacto con los niños donde se manifestaban los aspectos más valiosos del carácter de Marx. Los niños no podían imaginarse mejor compañero que él. Todavía recuerdo que cuando debía tener tres años, el Moro (siempre tengo en la punta de la lengua este viejo apodo suyo) me montaba en sus hombros y me paseaba por nuestro pequeño jardín de Grafton Terrace, al tiempo que adornaba mis rizos castaños con anémonas. Mohr era realmente un buen caballo. Me contaron que mis hermanos mayores —entre ellos mi hermano, cuya muerte al poco de nacer yo fue para mis padres una fuente de eterna tristeza— acostumbraban enganchar al Moro a unos sillones, en los cuales se sentaban ellos mismos y se hacían arrastrar (…)
A mis hermanas —yo todavía era pequeña— les contaba cuentos durante los paseos, y esas historias no estaban divididas en capítulos, sino en millas. Así, las dos chiquillas siempre le pedían: “Cuéntanos otra milla”. En lo que a mí se refiere, de todas las innumerables historias que me contaba, la que más me entusiasmaba era la historia de Hans Róckle. Duraba meses y meses, pues era una historia muy, muy larga, que no acababa nunca (…)
El Moro también leía a sus hijos. Y al igual como a mis hermanos, también a mí me leyó todo Homero, el Canto de los Nibelungos, la Saga de Gudrun, Don Quijote, y Las Mil y Una Noches. Shakespeare era nuestra biblia familiar; a la edad de seis años ya me sabía de memoria escenas enteras de Shakespeare.

Eleanor Marx-Aveling

 


Marx y Engels, trabajando



(…) Marx tiene sus defectos. Son los siguientes:
1. En primer lugar, tiene el defecto de todos los eruditos profesionales: es doctrinario. Cree de modo absoluta en sus propias teorías, y desde su altura desprecia a todo el mundo. Por supuesto, como hombre erudito e inteligente tiene su partido, un núcleo de amigos ciegamente sumisos, que sólo creen en él, sólo piensan a través de él, sólo siguen su voluntad; en resumidas cuentas: que le tienen como un dios y le veneran, y que debido a esa idolatría le están corrompiendo, situación que ya se encuentra en un estado muy avanzado. Debido a todo ello se considera realmente el Papa del socialismo, o mejor dicho del comunismo, ya que, de acuerdo con sus teorías, es un comunista autoritario (…)
2. A esa autoidolatría hacia sus teorías absolutas y absolutistas viene a añadirse, como consecuencia natural, el odio que Marx alimenta no sólo contra la burguesía, sino contra todos aquellos —incluso los socialistas revolucionarios— que se atreven a contradecirle y a seguir un camino distinto al trazado por sus teorías.
Algo sorprendente en una persona tan inteligente y tan honesta, sólo explicable por su formación como erudito y literato alemán, y en especial por sus nerviosos modales de judío, es que Marx sea extremadamente vanidoso y presumido hasta la locura. Quien tenga la desgracia de haberle herido en esa vanidad enfermiza, siempre al acecho y siempre irritada, aunque sea de la forma más inocente, se convierte automáticamente en su enemigo irreconciliable; y en ese caso Marx considera válidos todos los medios, y de hecho utiliza los más prohibidos e ignominiosos para poner en evidencia a esa persona en cuestión ante la opinión pública. Miente, inventa, y se esfuerza en difundir, las más sucias difamaciones (…) El mal está en la búsqueda del poder, en el amor por la dominación, en la sed de autoridad. Y Marx está hondamente contaminado con ese mal.
3. Como jefe e inspirador, como organizador principal del Partido Comunista Alemán —por regla general es menos organizador y posee más bien el talento de dividir con sus intrigas que de organizar—, es un comunista autoritario y partidario de la liberación y reorganización del proletariado a través del Estado; en consecuencia, de arriba abajo, a través de la inteligencia y del conocimiento de una minoría instruida, que, como es natural, se declara partidaria del socialismo, y que en beneficio de las masas ignorantes y necias ejerce sobre éstas una autoridad legítima (…)
Marx ama mucho más su propia persona que a sus amigos y apóstoles, y no hay ninguna amistad que valga ante la menor vulneración de su vanidad. Antes perdonaría una infidelidad cometida contra su sistema filosófico y social; la consideraría como prueba de la necedad, o por lo menos de la inferioridad intelectual de su amigo, y ello le divertiría. Y cuando ya no viera en él a un rival que pudiera igualarle, quizás le querría todavía más. Pero jamás perdonará a nadie una infracción contra su persona: hay que adorarlo, convertirlo en ídolo, para poder ser querido por él; hay que temerle al menos, para poder ser tolerado. Le gusta rodearse de los más viles lacayos y aduladores. Y sin embargo, entre sus más íntimos se encuentran algunos hombres verdaderamente destacados.
Sin embargo, por regla general, puede afirmarse que en el círculo de amistades íntimas de Marx reina muy poca sinceridad fraternal; predomina, por el contrario, la reserva mental y la diplomacia. Existe una especie de lucha silenciosa y un compromiso entre el amor propio de cada una de las personas; y allí donde entra en juego la vanidad ya no hay sitio para la fraternidad. En esa situación cada cual va con pies de plomo y teme por su parte ser víctima, acabar aniquilado. Todo el círculo de Marx es una especie de contrato mutuo entre las vanidades de quienes lo forman. Y en ese círculo Marx es el distribuidor oficial de los honores, pero también el pérfido y alevoso —nunca abierto— instigador a la persecución de las personas de las que desconfía o que han tenido la desgracia de no rendirle los honores que esperaba de ellos.
Tan pronto Marx ha ordenado una persecución, ésta no se detiene ante ninguna infamia ni bajeza. Siendo él mismo judío, tiene reunidos en torno suyo —en Londres y en Francia, pero sobre todo en Alemania— un cúmulo de pequeños judíos más o menos inteligentes, intrigantes, especuladores, como lo son los judíos en todas partes (…) Basta con que él designe a una persona para que sea víctima de persecución, y al punto se abate sobre ella una oleada de injurias, sucias invectivas y ridículas e infames calumnias en todos los periódicos socialistas y no socialistas, republicanos y monárquicos. En Italia, donde por lo menos subsiste formalmente el sentimiento del respeto mutuo y de la consideración humana, resulta imposible hacerse una idea del tono soez y de los modales realmente infames utilizados por la prensa alemana en su polémica del día. Esos literatos judíos destacan sobre todo en el arte de la insinuación cobarde, tendenciosa y pérfida. Pocas veces acusan abiertamente; pero se complacen en insinuar (…) Esto lo sé todo por propia experiencia. Marx y yo somos viejos conocidos.

Mijail Alexandrovich Bakunin
 

(Continuará)

 


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Freddy Demuth, el hijo bastardo de Karl Marx

 

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