Décima entrega

 


 

El Moro escribió al padre de Paul, que vivía en Burdeos, y éste le tranquilizó diciéndole que la familia contaba con recursos, entre los que se encontraban plantaciones de café en Cuba, y que podían ofrecer a la joven pareja una renta para que pudieran vivir holgadamente. El padre de Paul también aprovechó para pedir mi mano. Nos casamos en 1868, nos instalamos en Burdeos, con frecuentes viajes a España, para participar en la organización de la sección española de la Internacional. Allí conocimos a destacados socialistas de ese país, como Pablo Iglesias, José Mesa y Anselmo Lorenzo, quien se hizo muy amigo de mi marido y llegó a conocer a mi padre durante un viaje que hizo a Londres.


 
Al cabo de poco rato paramos delante de una casa, llamó el cochero y se me presentó un anciano que, encuadrado en el marco de la puerta, recibiendo de frente la luz de un candil, parecía la figura venerable de un patriarca producida por la inspiración de eminente artista. Me acerqué con timidez y respeto, anunciándome como delegado de la Federación Regional Española de la Internacional, y aquel hombre me estrechó entre sus brazos, me besó la frente, me dirigió palabras afectuosas en español y me hizo entrar en su casa. Era Carlos Marx.
Su familia ya se había recogido, y él mismo, con amabilidad exquisita, me sirvió un apetitoso refrigerio; al final tomamos té y hablamos extensamente de ideas revolucionarias, de la propaganda y de la organización, y se mostró satisfecho de los trabajos realizados en España, al juzgar el resumen que le hice de la memoria de que era portador para presentarla a la conferencia. Agotada la materia, o más bien deseando dar expansión a una inclinación especial, mi respetable interlocutor me habló de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro lo que dijo de nuestro teatro antiguo cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente. Calderón, Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros, no ya del teatro español, sino del teatro europeo, según juicio suyo, fueron analizados en conciso y a mi parecer justo resumen. En presencia de aquel gran hombre, ante las manifestaciones de aquella inteligencia, me sentía anonadado, y a pesar del inmenso gozo que experimentaba hubiera preferido hallarme tranquilo en mi casa, donde, si bien no me asaltarían sensaciones tan diversas, nada me reprocharía no hallarme en armonía con la situación ni con las personas.
No obstante, haciendo un esfuerzo casi heroico para no dar triste idea de mi ignorancia, suscité la semejanza que suele hacerse entre Shakespeare y Calderón y evoqué el recuerdo de Cervantes. De todo ello habló Marx como consumado experto, dedicando frases de admiración al ingenioso hidalgo manchego.
He de advertir que la conversación fue sostenida en español, que Marx hablaba regularmente, con buena sintaxis, como sucede a muchos extranjeros ilustrados, aunque con una pronunciación defectuosa, debido en parte a la dureza de nuestras letras “c”, “j” y “r”. 
Anselmo Lorenzo - Septiembre de 1871


 
También viajábamos a Londres para visitar a mis padres, y en 1871 tuvo lugar el apasionante —con terrible final— de la Commune de Paris. Paul participó activamente, por lo que tras su caída y la consecuente represión contra los comuneros, tuvimos que trasladarnos a España, donde pasamos un par de años. En 1873 nos fuimos a Londres, donde Paul quiso dedicarse a la litografía, pero el negocio le salió mal y el General tuvo que ayudarnos. He tenido tres hijos, pero todos murieron a muy temprana edad, a pesar de los cuidados de Paul. Precisamente fue eso lo que terminó de convencerle de que debía abandonar la medicina, que siempre había ejercido a regañadientes. Tras la amnistía aprobada en Francia, volvimos allí y nos establecimos, pero seguimos dependiendo del bueno de Engels, que parece que nació para dedicar su vida a ayudar a la familia Marx. La verdad es que no sé qué habría sido de la familia si no hubiera sido por él. Habríamos perecido en la más absoluta miseria, así que espero que la posteridad le reconozca este mérito, aparte de su labor como organizador y, por supuesto, como autor de artículos y libros. Paul colaboró en la organización del partido socialista francés, con algunos sobresaltos en forma de acoso policial, aunque ha tenido el honor de ser el primer socialista en pertenecer al Parlamento. Fuimos sobreviviendo, a veces bien, a veces mal, hasta que murió el General, quien nos legó parte de sus posesiones, tras lo cual compramos nuestra propia casa y hemos tenido de sobra para vivir hasta ahora.

 

 


Paul Lafargue
 

Paul también ha contribuido al movimiento socialista con muchos artículos y algunos libros. El que más éxito ha tenido ha sido El derecho a la pereza, que no gustó demasiado a mi padre, cuando pudo leerlo en sus últimos meses de vida, ya muerta mi madre y en un momento en que nada le hacía ilusión ni parecía alegrarle. Al fin y al cabo, el Moro decía en su juventud que el trabajo forma parte de la esencia del hombre, así que poca gracia podía hacerle que ahora su yerno dijera que el trabajo es una desgracia.
 


Paul Lafargue, El derecho a la pereza
En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica (…) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica (…) ¿Cuáles son, en cambio, las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica?
Los auverneses en Francia; los escoceses, esos auverneses de las islas británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses de Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo? Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus tierras, sepultados los otros en sus negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse nunca más para contemplar a su gusto la naturaleza.
Y también el proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase  que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo (…)
Nuestro siglo —dicen— es el siglo del trabajo. En efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción. Y, sin embargo, los filósofos y economistas burgueses, desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy- Beaulieu, los literatos burgueses, desde el charlatanamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock, todos han entonado cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo.
Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista.
Los proletarios, prestando atención a las falaces palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción que trastornan el organismo social. Entonces, como hay abundancia de mercancías y escasez de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las poblaciones obreras con su látigo de mil correas (…)
Para que llegue a la conciencia de su fuerza es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral «cristiana», económica y librepensadora; es necesario que vuelva a sus instintos naturales, que proclame los Derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se obligue a no trabajar más de tres horas diarias, holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche.


 
Y así ha sido nuestra vida, que hemos dedicado a lo que nos ha gustado y en la que nunca hemos ejercido ningún empleo, excepción hecha de los artículos que Paul ha escrito para diversas publicaciones. Llevamos muchos años viviendo tranquilamente en nuestra casa de Draveil, que compramos con la herencia del General. Nos han visitado cientos de amigos, especialmente miembros de partidos socialistas de todo el mundo. El año pasado, por ejemplo, estuvieron aquí los rusos Vladímir Lenin y Nadeshda Krúpskaya. Llegaron aquí en bicicleta. Tomaron el té con nosotros, Paul habló con él sobre filosofía y yo paseé con ella por el jardín.

Y en este momento, Paul con sesenta y nueve años y yo con sesenta y seis, habiendo agotado las rentas que nos quedaban de lo que nos legó Engels y de la herencia de los padres del Paul, sin hijos —ya que todos murieron en la primera niñez— y sintiendo cómo nuestros cuerpos van envejeciendo y sufriendo cada vez más enfermedades, ha llegado el momento de la liberación final. ¿Qué sentido tiene la vida cuando ya no hay nada por lo que vivir, cuando la vejez impone su ley? Mi hermana Eleonor se suicidó por desesperación, en un arrebato, por dolor ante las traiciones procedentes de Aveling. Sin embargo, Paul y yo vamos a acabar con nuestras vidas con toda la placidez del mundo, después de una larga deliberación y habiéndolo pensado mucho. El cianuro será el veneno liberador, pero, para evitar la más mínima agonía —que sin duda sufrió mi hermana durante unos minutos—, nos inyectaremos la sustancia en lugar de beberla, para que la muerte sea más rápida. Me contaron que un fuerte aroma a almendras amargas impregnaba el aire de la habitación en que mi hermana se suicidó. Imagino que quien nos descubra muertos mañana percibirá el mismo olor.


 
--------------


 
Y cumplieron con lo proyectado. Lafargue y Laura no estaban enfermos, con la salvedad de los achaques propios de la edad, si bien tampoco eran unos ancianos. El 26 de noviembre de 1911, el jardinero de la casa encontró a los dos sin vida, completamente vestidos, sentados en sendos sillones de un dormitorio. Sobre una mesa había una nota.
 


Sano de cuerpo y de mente, pongo fin a mis días antes de que la penosa vejez, que me ha quitado los placeres y alegrías uno tras otro, y que me ha quitado mi fuerza física y mental, pueda paralizar mi energía y acabar con mi fuerza de voluntad convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Durante algunos años me había prometido no vivir más allá de los setenta años de edad, y fijé el año exacto de mi despedida de la vida. Preparé el método para la ejecución de nuestro deseo, una inyección hipodérmica de cianuro. Muero con la gran alegría de saber que, en algún momento futuro, triunfará la causa a la cual he dedicado cuarenta y cinco años. ¡Larga vida al comunismo! ¡Larga vida a la Segunda Internacional!
Paul Lafargue
 


Dejaron poco dinero a su muerte: lo justo para pagar el funeral y algo para el jardinero. Parece evidente, por tanto, que se les había acabado el que tenían y preferían no seguir viviendo pasando penurias. Lafargue fue toda su vida un hedonista, y en la vejez no iba a ser distinto; su mujer, Laura, le apoyó en su decisión final.

La lluviosa tarde del domingo 3 de diciembre, los cuerpos de Paul y Laura fueron incinerados en el cementerio de Pere-Lachaise. Una gran multitud acudió al funeral. Entre los asistentes había destacados representantes de partidos socialistas: Jaures por el francés, Kautsky por el alemán y Lenin por el ruso, entre ellos. Los más destacados ofrecieron discursos. Lenin, fuertemente impresionado por el acontecimiento, afirmó que si un socialista ya no puede hacer nada por la causa, puede afrontar la muerte y poner fin a la vida.
 

 

Discurso de Lenin en el funeral por Laura Marx y Paul Lafargue

 

Camaradas: Tomo la palabra para expresar en nombre del Partido Socialdemócrata Ruso nuestro profundo dolor por la muerte de Paul y Laura Lafargue (...) Para los obreros socialdemócratas rusos era Lafargue un vínculo entre dos épocas: la época en que la juventud revolucionaria de Francia y los obreros franceses se lanzaban, en nombre de las ideas republicanas, al asalto contra el Imperio, y la época en que el proletariado francés, bajo la dirección de los marxistas, ha desplegado la subsiguiente lucha de clase contra todo el régimen burgués, preparándose para la lucha final contra la burguesía, por el socialismo.        

Los socialdemócratas rusos, que sufrimos toda la opresión de un absolutismo impregnado de barbarie asiática y que hemos tenido la dicha de conocer en forma directa, por las obras de Lafargue y de sus amigos, la experiencia revolucionaria y el pensamiento revolucionario de los obreros europeos, vemos hoy con particular claridad cuán rápidamente se avecina la época del triunfo de la causa a cuya defensa consagró su vida Lafargue (...) En Europa se multiplican los sínto­mas de que se aproxima el fin de la época de dominación del llamado parlamentarismo burgués pacífico, para ceder lugar a una época de batallas revolucionarias del proleta­riado organizado y educado en el espíritu de las ideas del marxismo, y que ha de derrocar el dominio de la burguesía e implantar el régimen comunista.

 

 


Laura Lafargue-Marx

 

A otros, en cambio, parece que les molestó profundamente que la pareja hubiera tomado esa determinación y se sintieron ofendidos. Por ejemplo, un artículo publicado en el periódico Le Populaire, decía:

 

¿Tenía derecho a traicionarnos y abandonarnos? ¿Tenía derecho a no creer en nosotros? No creyó que los camaradas no le dejarían ser un indigente, no creyó que tendríamos recursos suficientes para ofrecerle una vejez despreocupada. No entendía lo que su presencia y la de la única hija superviviente de Marx significaba para el partido.

 

 

Algunos socialistas españoles también les rindieron tributo en forma de artículos.

 

La muerte de Paul Lafargue y Laura Marx

Juan José Morato

Publicado en La Palabra Libre, 1911

¿Qué catástrofe, qué dolor pudo determinar al socialista francés Pablo Lafargue a quitarse la vida? Una enfermedad —dice el telégrafo—. Y no formulamos igual pregunta respecto de su esposa, Laura Marx, porque el gran pensador hizo de sus hijas seres afectuosos, de tanto corazón, de tan sensible y exquisita delicadeza, que no podrían sobrevivir a un desengaño tremendo ni a la pérdida del compañero que eligieran de por vida.

Hace años, Eleanor Marx, la gentil muchacha que hacía recitar a Anselmo Lorenzo los versos de Calderón para apreciar de labios castellanos las bellezas eufónicas de la poesía, se envenenaba con ácido prúsico, y este trágico suceso conmovía al mundo del socialismo internacional. Bien acomodada por su esposo Aveling; enriquecida por el legado paternal de Engels; alegre, risueña, sana de cuerpo y de espíritu, nadie adivinaba los móviles siniestros de la trágica resolución.

Liebcknecht hizo saber que el culpable de tal desgracia era Aveling, que faltara a la fe jurada a su compañera.

Ahora parece que los padecimientos físicos determinaron a Pablo Lafargue a concluir con ellos y con su vida; Laura Marx le ha seguido.

Había nacido Lafargue en Santiago de Cuba, de familia rica; estudió mucho y se hizo médico. La Comuna de París lo arrastró al socialismo, y la caída de aquélla lo trajo emigrado a España, donde ingresó en la Internacional. Fue decisiva su presencia entre nosotros. Fundada la Internacional española por la propaganda de Fanelli, el amigo de Bakunin, el aliancista, el organismo estaba saturado de las ideas de abstención política, claramente expresadas en la Conferencia de Valencia. Lafargue era ya marxista, y bien pronto Mesa, Moro, Iglesias y otros bebieron de él la noción de que el proletariado debía constituirse en partido político de clase.
En España, Lafargue fue delegado al Congreso de la Internacional celebrado en Zaragoza, y, si no mienten nuestros informes, suyo es, en su mayor parte, el portentoso dictamen acerca de la propiedad que aprobó el Congreso.
De España se trasladó a Londres, donde se unió a Laura Marx, y volvió a Francia en 1878, cuando se promulgó la amnistía para los condenados o los comprometidos en los sucesos de la Comuna. Y allí trabajó en la fundación del partido obrero francés, juntamente con Guesde y Deville, y colaboró en el programa del histórico Congreso de Marsella, y después trabajó asiduamente en L'Egalité.

En L'Egalité principalmente publicó sus paradójicos trabajos, llenos de erudición, desconcertantes y siempre graciosísimos, “Pío IX en el Paraíso”, “El derecho a la pereza”, “La religión del capital”, y muchos más que merecieron ser traducidos a todos los idiomas cultos y que andan impresos en español.

No abandonó jamás la lucha, y más retraído andaba ahora, en los tiempos prósperos, que en los adversos, cuando tenía que trabajar mucho en un medio hostil, y no sólo trabajar, sino volcar la bolsa para que subsistieran los periódicos y pudiesen imprimirse los folletos y los libros y las hojas.
Fue diputado por Lille, y quiso repudiársele por haber nacido en Cuba; demostró que era francés, y tuvo asiento en el Parlamento, pronunciando discursos dignos hermanos de sus humorísticos escritos.

Conocía bien el castellano y era entusiasta de nuestra literatura, como Marx y como Engels, y en sus trabajos no faltan citas de autores castellanos, sobre todo el Romancero.

Laura Marx, su esposa, también deja huellas de su vida en la literatura socialista. Tradujo del alemán al francés el Manifiesto comunista, una bella traducción llena de primores literarios, por lo que resulta un poco apartada de la fidelidad. Esta traducción es lo que sirvió para la española.

Los dos esposos trabajaron mucho y bien por el proletariado militante. Este recordará siempre sus nombres, y se sentirá conmovido por esta romántica desaparición de dos seres a los que unía inextinguible cariño.

 

 

 

A la memoria de Paul Lafargue y Laura Marx

Anselmo Lorenzo

Publicado en La Palabra Libre, 1911

El doble, original y, digan lo que quieran los rutinarios, hasta simpático suicidio de Paul Lafargue y Laura Marx, que supieron y pudieron vivir unidos y amantes hasta la muerte en la ancianidad, ha suscitados mis recuerdos, aquellos recuerdos juveniles que representan la vivacidad y alegría de la plenitud de la vida, tristemente comparados con la actualidad.
Conocí al matrimonio suicida en Madrid en 1872. Él, de inteligencia poderosa y varonil, y afabilidad femenina; ella soberanamente hermosa, infundía respeto y admiración, tanto por su belleza como por su aspecto de amable superioridad. Encargado por el Consejo federal de la Federación española de la Internacional de redactar un dictamen sobre la propiedad, para ser presentado al Congreso regional de Zaragoza, fui a casa de Lafargue muchas veces para consultarle, y con su conversación y amable trato aprendí más que con todas mis lecturas anteriores y muchas de las posteriores. Diría que mi personalidad se fijó allí y entonces, siendo lo que soy, valga lo que valga, formado por aquel filósofo revolucionario.

Lafargue fue mi maestro. Su recuerdo es para mí casi tan estimable como el de Fanelli. Se ha dicho de mí que soy pesado, que soy el dómine de la lección única, algo así como la destemplada caja de música, que sólo produce una sonata. Quizá sea verdad; yo no lo sé; mas si fuera cierto, deberíase a que aquel concepto de la propiedad, tan magistralmente expuesto, me pareció de tanta importancia, y vi después tanta inclinación a desviar el proletariado de la vía emancipadora, que me impuse, como objetivo de mi vida, la protesta contra aquellos de quienes el Código presume que son autores de todas las obras, siembras y plantaciones, y el señalamiento de todo conato de desviación. ¡Ojalá hubiera producido el mismo efecto que a mí la amistad de Lafargue a Pablo Iglesias y a Paco Mora! Quizá no andaría el proletariado español tan dividido en anarquistas, socialistas y masa neutra.

Porque en Lafargue había dos aspectos diferentes que le hacían aparecer en constante contradicción: afiliado al socialismo, era anarquista comunista por íntima convicción, pero enemigo de Bakunin por sugestión de Marx, procuró dañar al anarquismo. Debido a esa manera de ser, producía diferente efecto en quienes con él se relacionaban, según la pasta propia de cada individuo; los sencillos se confortaban; pero los tocados por pasiones deprimentes trocaban la amistad en odio, produciendo cuestiones personales, escisiones, y creaban organismos que, por vicio de origen, darán siempre fruto amargo.

Pasó aquella época; no volví a ver a Lafargue ni con él tuve correspondencia, y quizá nada hubiera escrito sobro este triste asunto, si a ello no me hubiera inducido la mención del citado dictamen, hecha por mi amigo Morato, el simpático redactor obrero del Heraldo de Madrid. En efecto, de aquel dictamen fue Lafargue el autor principal, eI que suministró la mayor parte de las ideas, correspondiéndome la parte menor y la forma, porque Lafargue, aunque hablaba español, no dominaba el idioma para poder escribirlo (…)

Me complazco en unir este recuerdo a las honras tributadas por los trabajadores de París a Paul Lafargue y a Laura Marx, ante el horno crematorio del Pere Lachaise.

 

(Continuará)

 


Suscríbete a nuestro grupo de Facebook para estar al corriente de las actualizaciones, cliqueando en "Me gusta"

 


Freddy Demuth, el hijo bastardo de Karl Marx

Página principal

Sobre el autor