Primera entrega

 


 

Yo, Jenny Julia Eleanor Marx, habitualmente llamada por mi tercer nombre y conocida por mis familiares y amigos íntimos como ‘Tussy’, en plenitud de facultades —o al menos hasta el punto en que me lo permiten los dolores que los sentimientos me infligen— decido voluntariamente acabar con mi vida a la edad de cuarenta y tres años, para evitar seguir padeciendo por culpa de este débil carácter mío, azotado por los vaivenes de la vida que no soy capaz de soportar y por los chantajes emocionales a los que mi querido y enfermo Edward me somete. No, no me refiero a que esté enfermo físicamente; yo me ocupé de cuidarle bien para que sanara de la fuerte gripe que pasó en invierno, si bien es cierto que ahora se encuentra convaleciente de la operación del riñón. No, su principal enfermedad no es física. Su enfermedad ha sido siempre moral y se ha ido acentuando con los años, a medida que ha ido perdiendo la poca bondad que podía conllevar la juventud para una mente retorcida desde el mismo momento de nacer. Quiero suponer que en el fondo no quiere hacerme daño porque me ama, aunque sólo sea en un pequeño rincón de su malvado corazón. Es más bien que no puede actuar de otro modo. Ya decía Sócrates hace más de dos mil años que quien obra mal es en realidad un ignorante, porque si conociera la bondad y todo lo que implica no podría sino obrar bien.

Edward, de alguna manera, debe de haber hecho suya esa forma de ser; habrá corroído su interior, se habrá hecho dueña de la parte del cuerpo que se ocupa de los sentimientos. Y por eso se porta así conmigo, por eso me hace sufrir. Por eso pone esa cara de arrogante indiferencia cuando necesita que lo cuide, y se comporta como una hiena cuando está sano, se encuentra con fuerzas y quiere humillarme. Por eso amenazó con hacer público el asunto de Freddy si no le daba el dinero que me quedaba de la herencia de Engels, el General . Cuando éste me dijo quién es el verdadero padre de Freddy creí morir; fue el golpe más duro de mi vida. De repente, mi querido padre, que para mí ocupaba el más alto de los pedestales, cayó para ponerse al mismo nivel del resto de los mortales, con todas sus miserias morales. Me desahogué contando el asunto a Edward, quien con gusto me ofreció su hombro para que yo llorase. Pero luego se aprovechó, y en el momento más oportuno me amenazó con contárselo a todo el mundo si yo no le daba lo que me quedaba de la herencia del General. Y claro que tuve que dárselo. No podía permitir la total y pública deshonra que supondría que los miembros del partido, nuestros enemigos y el mundo entero supieran que Karl Marx era el padre de Freddy Demuth, que tuvo un hijo ilegítimo con Helen y que Engels accedió a cargar con la paternidad para salvar las apariencias. No, ese deshonor sería insoportable para mí y para nuestra familia, y dañaría irremisiblemente nuestra imagen y la del partido, ya que daría a entender que mi padre habría obrado de forma miserable. Así que tuve que ceder al chantaje y darle el dinero que me exigía.

 


Edward Aveling
 

Seguramente también porque es un enfermo moral pidió dinero prestado a Freddy, y en lugar de devolvérselo le ha ido ofreciendo vagas excusas e incluso ha vuelto a exigirle más y le trata desconsideradamente. Por eso se porta así con todos de los que puede obtener algún provecho, sea material o intelectual.

Han sido muchos años de convivencia desde aquel día de 1885 en que decidí irme a vivir con él, después de un tiempo de relación que siempre escondí a mi dear daddy mientras estuvo con vida. Cuando yo era más ingenua de lo que soy ahora quedé deslumbrada por su impecable aspecto de hombre de mundo, su amor hacia el teatro, sus escritos científicos, su brillante oratoria y su aureola de librepensador. Además, siempre habló bien de mi padre y ayudó a traducir El Capital al inglés. Ahora que lo pienso, debo reconocer que también me atrajo que fuera un mujeriego. Es curioso cómo muchas se sienten atraídas por ese tipo de hombres, sin importarles ser engañadas debido a su irresistible atracción hacia otras mujeres. Debe de tener alguna relación con nuestro carácter animal, porque por lo demás no tiene ningún sentido lógico. No me importó que estuviera casado y que su mujer —Bell— no quisiera darle el divorcio. Simplemente lo consideré mi esposo a todos los efectos, sin necesidad de documentos que aprobaran nuestra relación. Y por supuesto tampoco me importó lo que la gente pensara de mí. Al contrario, siempre quise dar ejemplo como mujer liberada que soy.

Desde el principio le fui perdonando sus faltas; algunas eran pequeños detalles, otras no tanto. Por ejemplo, eso de que me mintiera diciendo que tenía antepasados franceses e irlandeses —siempre admiré a los revolucionarios franceses y a los irlandeses que luchan por su independencia de Inglaterra— fue una minucia; pero no lo fue que robara en varias ocasiones el dinero de nuestros camaradas, como hizo cuando durante nuestro viaje por los Estados Unidos.

El General siempre le defendió de las acusaciones que lanzaban contra él. Pero debió ser el único, o uno de los pocos, a quienes gustaba, hasta el extremo de que nunca se dio cuenta de que sus amistades dejaron de asistir a sus reuniones para no coincidir con Edward. Para la inmensa mayoría no es más que un granuja que sólo intenta aprovecharse de los hombres pidiéndoles dinero y de las mujeres poseyendo su cuerpo. El General es uno de los pocos con quien no se ha portado como un miserable —no sé si por honradez o por interés propio—, y cuando murió le dedicó un bonito obituario, que ha sido una de las pocas muestras de bondad que ha demostrado en los últimos años.

Engels medía aproximadamente seis pies, y hasta su última enfermedad era un hombre de porte erguido, militar, que llevaba con facilidad la carga de sus más de setenta años. Ese porte militar, y el paso rápido y enérgico, guardan cierta relación con el nombre que sus amigos íntimos le daban: el General (…)
Engels era capaz de hablar con cada persona en la lengua materna de ésta. Al igual que Marx, hablaba y escribía a la perfección alemán, francés e inglés, y casi con la misma perfección italiano, español y danés; también sabía leer y hacerse entender en ruso, polaco y rumano; por no mencionar lenguas no vivas como el latín y el griego. Cada día, con cada correo, llegaban cartas y periódicos escritos en todas las lenguas europeas, y era sorprendente ver cómo, además de ocuparse de todo su trabajo, tenía tiempo de leerlas, ordenarlas y conservar lo esencial en su memoria. Cuando alguno de sus escritos o de los de Marx se traducía a otra lengua, los traductores le enviaban siempre los trabajos para su revisión y corrección (…)
Ahora bien, no sólo por su facilidad para los idiomas, sino en otros muchos sentidos, era Engels un admirable anfitrión. Era la hospitalidad en persona, y tenía unos modales excelentes. Al igual que el hombre que Richard Steele cita en The Spectator, “estaba dotado de la inclinación natural a realizar cosas agradables”. Durante los días de la semana vivía en la mayor sencillez, a menos que alguno de nosotros fuera a visitarle, desayunar o comer con él. Pero los domingos era una verdadera alegría poder contemplar cómo le divertía agasajar a sus amigos con lo mejor que podía encontrar (…)
Engels fue uno de los hombres más altruistas del mundo. Su propia presencia ya resultaba estimulante, y lo mismo cabía decir de su valor y su optimismo. Cuando algunos de los más jóvenes desesperaban y querían abandonarlo todo, ese invencible combatiente nunca perdía la cabeza, sino que daba ánimos a los más débiles. En nombre de todos aquellos que durante los últimos años le vieron cada domingo, e incluso varias veces por semana, quisiera decir que su pérdida resulta sencillamente irreparable. Él era el hombre al cual se podía dirigir uno ante cualquier dificultad que se presentara, y siempre se podía seguir su consejo. Su saber enciclopédico estaba en todo momento a disposición de sus amigos. Incluso especialistas de diferentes campos del saber tuvieron que admitir que Engels conocía dicho campo mejor que ellos mismos. Así, en las ciencias naturales siempre era capaz de conferir una nueva idea, ayudar un poco más, cualquiera que fuera la rama o el aspecto de un ámbito sobre el que se le hacía alguna pregunta.
En cuanto a la política, ese campo por el que se interesaban todos sus amigos, todos acudían a él para recibir instrucción. No sólo conocía las bases fundamentales, sino también los más pequeños detalles de la evolución económica, histórica y política de cada país (…)
Su vida fue hermosa, y él la amaba. A veces creo que bien pudo haber pensado, igual que Sócrates: “Cuando toda razón haya pasado y la muerte sólo sea como un profundo sueño sin ensueños, en el cual nos sumimos a veces, qué deseable sería entonces la muerte”. Con su saber, con su obra, su confianza en el futuro del movimiento, su ejército de amigos —entre los que Marx era naturalmente el primero y último, su todo—, con su enorme alegría de vivir, tenía más razones que otros muchos para aferrarse a la vida y estimarla. Ahora bien, tampoco sentía el mínimo temor ante la muerte.


Es curioso ver cómo Edward logra conquistar a casi todas las mujeres con las que entabla relación. Y es que su forma de hablar y sus modales compensan con creces su notable fealdad, y precisamente esa fealdad le convierte en más atractivo porque induce a creer en una inmensa belleza interior y en un sinfín de cualidades como hombre. Por eso se ha dicho de él que no necesita más que una ventaja de media hora sobre el hombre más guapo de Londres para conquistar a cualquier mujer.

 


Eleanor Marx


Reconozco que nunca pude soportar sus infidelidades, sus affairs. Se aprovechaba de que no estábamos casados, de que el nuestro era un common-law marriage e insistía en que éramos libres de tener relaciones con otras personas, puesto que éramos dos antiburgueses sin prejuicios. Yo no podía tragar con eso, pero él siempre se salía con la suya y a mis enfados contestaba con indiferencia o —aun peor— con sus terribles silencios acompañados de esa mirada acusadora tan característica suya. Bien dicen que una imagen vale más que mil palabras. A Edward no le hacía falta decir nada; le bastaba con mirarme para vencerme. Sabía que contaba con esa ventaja, y de ella se aprovechó siempre que le convino.
 

(Continuará)
 


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Freddy Demuth, el hijo bastardo de Karl Marx

 

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